Era mayo de 1998, estaba en Bogotá realizando la investigación para escribir mi guión sobre Campo Elías Delgado, regresé a Medellín para pasar el fin de semana con mi familia, cuando recibí la llamada de Silvia. Ella quería confirmarme la reunión con Leonidas, el hombre que en su juventud, 40 años antes, se había convertido en “El Gran Sadini”. “El sábado a las cuatro de la tarde, en el Café de Oviedo”, dijo, yo pregunté: “¿Y cómo es él?”. “Un señor peliblanco”, agregó emocionada, le agradecí y colgamos.
La cita con Leonidas era la única posibilidad que yo tenía como guionista, de conocer lo que realmente había sucedido. Iba a romper el silencio que durante tantos años había impuesto la familia sobre el tema. Estaba a punto de encontrar a la persona que durante años de trabajo silencioso, había tratado de adivinar, de conocer, en su forma de ser, de pensar, de hablar, de andar, de comer…
Almorcé en la casa de mi suegra, doña Lily, luego conversamos y a eso de las tres y treinta salí caminando para Oviedo. Lo reconocí por el pelo blanco, llegó quince minutos tarde y al saludarlo me di cuenta de su gran estatura y contextura, rasgos que nunca me había imaginado. Nos sentamos y pedimos dos cervezas. Rompí un silencio prolongado, agradeciéndole a Silvia el habernos contactado y le conté sobre el porqué de mi estadía en Bogotá; luego le solté de una vez todas las preguntas que había acumulado en mi mente, sobre la aventura de ser “El Gran Sadini”. Cuando terminé mis preguntas sonrió, tomó un trago largo y de un sobre de manila que llevaba, sacó una foto blanco y negro de veinte por veinticinco, en la que se veía a un joven alto, elegantemente vestido de saco y corbata, con una mota tipo “Elvis”, que cogía un micrófono con una mano, y con la otra dormía a un grupo de hombres y mujeres que entraban en estado hipnótico y se inclinaban en la dirección de su mano.
Me contó que había viajado por poblaciones cercanas a Pereira, Quindío y el Norte del Valle, al lado de un médico naturista que se presentaba en colegios, en los clubes sociales y que había tenido un gran éxito con las mujeres, cosa que me recalcó. Yo quería que él siguiera hablando de las experiencias de su viaje pero me miro fríamente y dijo: “Eso fue todo. Porqué mejor, no me cuenta la historia de su guión”, y se silenció.
Ante la contundencia de sus palabras no tuve más que recordar rápidamente la historia de mi guión y comenzar a contárselo de principio a fin. Terminé mi relato exahusto, bebí de mi cerveza y de nuevo reinó el silencio en la mesa. No era capaz de preguntarle cómo le había parecido y ofuscado por su silencio, decidí marcharme. Me puse de pie para despedirme y él levantó la mirada y me dijo: “Usted no se puede ir”. Asombrado ante sus palabras sonreí mientras le preguntaba: “¿Y por qué?”. “En mi casa lo están esperando. Yo prometí que lo llevaría”. “¿Y para qué?”, le pregunté intrigado. “Ellos quieren escuchar la historia de “El Gran Sadini”, me dijo. “Y qué les voy a decir, si usted no me ha contado casi nada”, le repuse. “Cuénteles la historia de su guión”, me dijo secamente. Al escuchar sus palabras sonreí complacido y me senté. Estaba consciente que a partir de ese momento la historia del “El Gran Sadini”, era la que yo había escrito en mi guión.
Para hacer tiempo nos tomamos una cerveza más y luego salimos en su “Ranger” hacia “Las Trasversales”. Llegamos a un edificio, subimos en ascensor y entramos al apartamento. Primero salió su esposa, una mujer bonita, todavía joven que sonreía un poco nerviosa; luego apareció su hijo, un joven de unos veinte años y la hija un poco mayor. Nos sentamos en una sala de color mandarina, ellos en el sofá y yo en un sillón. El abrió una botella de “Dimple” y comencé a contar la historia de El Gran Sadini mientras bebíamos y brindábamos de cuando en cuando. Interrumpido al principio por algunas preguntas de su esposa e hijos, y al final por lágrimas y abrazos que nos dábamos, emocionados de haber podido levantar el silencio familiar que pesaba sobre la historia.
Recuerdo que cuando terminé, el hijo aún incrédulo le preguntaba a su padre: “Papi, verdad, tú fuiste El Gran Sadini?” Leonidas, simplemente afirmaba con su cabeza mientras sonreía contento con lo ocurrido.
Miré la botella de whisky y estaba casi vacía, entonces le pedí a Leonidas que me bajara a la avenida del Poblado. Antes de entrar al taxi, levanté la mirada pero tal vez por el resplandor de las luces de la Ranger, no vi a nadie, agite mi mano y entré al taxi en el preciso momento en que El Gran Sadini se marchaba.
Por motivos profesionales yo había perdido mi interés en el tema, pero luego de la cita, lo volví a recuperar.